Cuento
El señor skimt y sus robots
El señor Skimt era un
científico, considerado totalmente loco. La mayor parte del día se encerraba en
su laboratorio, haciendo grandes experimentos, que usualmente, eran totalmente
copiados de otros científicos. Pero Skimt, como estaba loco, decía que él mismo
los creó, pero que los otros científicos le copiaron.
Un día, Skimt se encerró en su laboratorio, y no salió de
ahí por el resto del día. Ni siquiera salió para ir al baño, o para comer o
tomar su café. Sus amigos, los otros científicos, temieron que se tragara un
veneno y hubiese muerto de ataque cardiaco.
Realmente, pasaron como treinta y cuatro horas de que estaba
encerrado ahí. Intentaron abrir la puerta, pero no podían. No había ninguna
ventana donde asomarse, por lo que pensaron que, de seguro, se habrá asfixiado.
Justo cuando estaban por llamar a la policía y los bomberos,
la puerta del laboratorio se abrió. Apareció el señor Skimt, cansado, pero
feliz.
Detrás de él iban tres robots. No tenían la clásica forma de
un robot. Más bien, parecían tres niños, porque tenían hasta la piel de un
humano. Skimt explicó a sus colegas que esos robots eran androides. Parecían
humanos, porque hasta tenían inteligencia propia. Pero fueron diseñados
exclusivamente para recibir órdenes.
- ¿De
dónde sacaste los instrumentos para crearlos?- dijo uno de sus colegas.
- Es un
secreto. No quiero que nadie más copie mis ideas, al menos, no por esta vez-
dijo Skimt, mientras salía de ahí, muy orgulloso por sus robots.
Los científicos se enojaron. Sabían que no merecían ser
tratados así. En primer lugar, estaban bastante preocupados por lo que podría
pasarle a Skimt. En segundo lugar, ya había gente que creó robots casi humanos,
como los androides. En tercer lugar, los androides no son de fiar. Sabían que,
al adoptar una inteligencia propia, podían razonar y armar una rebelión en
contra de los humanos. Debían hacer algo para asegurarse de que eso mismo no
pasara con los robores del señor Skimt.
Skimt no parecía preocuparle nada de eso. Más bien, se
sentía orgulloso por ocurrirle una idea tan “original”, como hacer androides
para que le hagan sus quehaceres domésticos. Ellos eran los que le barrían los
pisos del laboratorio, limpiaban sus ropas, sus utensilios, sacudían el
polvo... en fin, le facilitaban al científico todo eso que él ya no podía
hacer, a causa de la avanzada edad que tenía.
Los robots, en ningún momento, dijeron ninguna palabra.
Skimt se dio cuenta de que se olvidó de ese detalle. Así que, un día, volvió a
encerrarse en el laboratorio. Tuvo que desactivar a los robores, para poder
abrirles las gargantas, y así, implantarles un dispositivo que les permitiera
hablar.
Cuando terminó, los robots aprendieron a hablar. Imitaban
todas las palabras que los demás decían, para luego, formar ellos mismos sus
propias oraciones. Skimt les puso nombre a cada uno, para que se los
aprendieran. Así que uno se llamó Juan, el otro José y el otro Julio. Eran
nombres fáciles, por lo que los robots se los aprendieron rápido, y sin
complicaciones.
Pasó el tiempo, y nadie más oyó hablar del señor Skimt. Los
científicos se volvieron a preocupar. Ya se sabe que era un hombre insoportable
y que estaba loco de remate, pero era un gran amigo, y solo él les incentivaba
a que nunca se cansaran de descubrir algo nuevo, para hacer avanzar la ciencia.
Uno de los científicos, el más joven del grupo, encontró el
laboratorio de Skimt abierto. Se atrevió a entrar, y vio la escena más horrible
de toda su vida: el señor Skimt estaba tendido en el suelo, con el estómago y
las tripas fuera de sus vientres. Al lado de él, estaban los tres robots, con
un cuchillo cada uno.
El joven científico, que se llamaba Arthur, corrió con la
velocidad del viento. Tuvo suerte de que esos robots no lo viesen, porque o si
no, el que tendría las tripas afuera sería él.
Le contó lo que pasó a sus colegas, y ellos, al principio,
no le creyeron. Pero entonces, se fueron al laboratorio de Skimt, para ver lo
que sucedía.
También lo encontraron, pero esta vez, ya no tenía ni las
tripas ni el estómago. Solo un gran agujero en el vientre. Los tres robots
tampoco se encontraban. Pero vieron unas huellas de sangre, que se dirigían a
la puerta.
Las huellas eran pequeñas, como las de un niño. Entonces,
supusieron que realmente fueron los robots los que hicieron eso. Siguieron las
huellas, pero apenas salieron de la puerta, vieron un balde de sangre y agua.
De seguro, los robots se limpiaron los pies, antes de salir completamente del
lugar.
Días después, Arthur leía el diario, y luego, soltó un grito
de horror. Los otros científicos le preguntaron qué le pasaba, y él les leyó la
noticia que temieron durante todo el tiempo: